Nunca había sentido que una conversación sobre cocina se pareciera tanto a hablar del destino. Javier Ortiz nos recibe en una casa de madera nativa, luminosa y silenciosa, con abundante vegetación, con esa sensación de encontrarse lejos de todo, y habla de visualizar. No de planificar, sino de ver –en la mente– los platos, las mesas, los colores, las caras de los comensales, incluso antes de que el restaurante existiera. “Yo lo soñé todo”, dice, y no hay arrogancia en su tono. Hay certeza. De esas certezas que no se explican, se viven. “Yo les decía a los chiquillos: vamos a hacer el mejor restaurante de Quillota, y nos vamos a ganar un premio. No sabíamos ni si íbamos a abrir, pero lo creímos”.
Lo cierto es que todo en Wamani –nombre que remite al “huamane” quechua: divinidad protectora de la montaña– parece haber nacido de una sincronía. De las vueltas del azar que solo obedecen a quien se atreve a leerlas como señales. “Nos ofrecieron otro local, pero el contrato no nos convencía”, recuerda Diego, el hermano mayor y cerebro digital –y de marketing– del grupo. “Entonces un amigo de la familia, nuestro padrino, nos llamó al otro día: ‘Chiquillos, tengo una casa abandonada, vayan a verla’. Era esta casa. Y cuando la vimos, ya estaba todo decidido”.
PLACERES (DES)CONOCIDOS
El lugar conserva esa energía de descubrimiento. Maderas cálidas, luz natural filtrándose entre los ventanales, una terraza viva que huele a huerta recién regada. Nada parece impostado. Wamani se siente como un restaurante que creció desde adentro, desde el pulso de quienes lo habitan. Valentina, la tercera socia y coadministradora, lo resume: “Queríamos que se sintiera real, que no fuera un negocio sino una experiencia humana. Que la gente comiera y sintiera algo”.
Lo cierto es que todo en Wamani –nombre que remite al “huamane” quechua: divinidad protectora de la montaña– parece haber nacido de una sincronía. De las vueltas del azar que solo obedecen a quien se atreve a leerlas como señales.
Javier no estudió gastronomía. No lo necesita. Es autodidacta, intuitivo, un cocinero que aprendió observando y probando; viviendo y sintiendo. “Mis papás trabajaban todo el día, así que me tocaba cocinar. Me metía a la cocina y salía con algo rico. De chico me di cuenta de que podía imaginar los sabores antes de probarlos. Los veía en la mente”. Esa forma de creación, casi visionaria, lo acompaña hasta hoy. Antes de cada carta, Javier dibuja los platos, visualiza colores y texturas, prueba combinaciones que existen primero como una imagen mental. “A veces cierro los ojos y veo el plato terminado. Después hay que hacerlo realidad”.
Dorada al fuego de leña, la Manzana rellena de costillar, resguarda un corazón de costillar de cerdo cocido seis horas, deshuesado y mechado hasta volverse pura ternura. Al romper la piel que le cobija, el dulzor de la fruta se funde con la intensidad del queso azul y el humo del horno. Un bocado que desarma y mesmeriza: dulce y salado, tierra y cielo, hogar y revelación. Un plato que puede, literalmente, cambiarte la vida.
Algo similarmente inédito ocurre con el Carpaccio de sandía: asada, reposada y laminada hasta transfigurarse por completo: su textura vibra entre lo animal y lo frutal, como si resemblara una carne perdida. La nuez, la espuma de limón, la salsa ponzu, pétalos de caléndula y el sésamo despiertan un eco ancestral, un placer que no se entiende del todo, pero se reconoce. En boca, el tiempo se detiene un instante: es fruta, es carne, es memoria y una experiencia que no se olvida, sino que se fantasea después. Un plato de estación que se revela cada temporada como un privilegio para quienes acuden al restaurante en el momento exacto de su puesta en carta.
Wamani se siente como un restaurante que creció desde adentro, desde el pulso de quienes lo habitan. Valentina, la tercera socia y coadministradora, lo resume: “Queríamos que se sintiera real, que no fuera un negocio sino una experiencia humana. Que la gente comiera y sintiera algo”, explica Valentina Castillo, socia.
CAMPOS MAGNÉTICOS
Wamani es el tercer proyecto conjunto de los hermanos Ortiz. Cada uno un paso hacia este destino cuajado en sincronicidad. “Aprendimos en cada caída”, dice Diego. “Y entendimos que nada se pierde si el sueño sigue claro”. Hoy, con un año y medio de vida, Wamani es una joya inesperada en el mapa gastronómico de la Quinta Región: un restaurante de autor en pleno valle agrícola, donde los platos nacen del territorio y la memoria emotiva de los ingredientes.
“Yo no quiero que la gente coma y diga ‘qué rico’, quiero que se sorprenda”, dice Javier. “Que algo le haga clic, como cuando pruebas algo que no sabías que necesitabas”. Su cocina se mueve entre lo reconocible y lo inédito. Empanadas de lengua de res, Wellington de bacalao de Juan Fernández, Churros rellenos de cordero magallánico con salsa de queso de cabra de Ovalle, o Pesca del día con pasta rellena de chupe de jaiba. “Jugamos con esa memoria del sabor, pero la llevamos a otro lugar. Es la emoción de reconocer algo, pero distinto”.
En esa misma línea, su vínculo con los productores locales es parte del alma del proyecto. “Trabajamos solo con productos orgánicos certificados”, cuenta Valentina. “Tenemos una red de agricultores que fuimos conociendo uno a uno, visitando sus huertas, grabando, mostrando sus historias. Algunos vienen del INDAP, otros son vecinos. Queremos abrir un mercadito campesino aquí mismo, para que la gente pueda comprar directamente sus verduras, quesos, huevos”.
“Mis papás trabajaban todo el día, así que me tocaba cocinar. Me metía a la cocina y salía con algo rico. De chico me di cuenta de que podía imaginar los sabores antes de probarlos. Los veía en la mente”. Javier Ortiz, socio.
HOSPITALIDAD IRRACIONAL
Esto no es solo una declaración de principios: es un modo de vida. “Nos importa el origen de todo”, añade Javier. “Desde qué come la gallina hasta quién cuida la cabra. Porque eso también es energía”. Esa ética, profundamente orgánica y espiritual, atraviesa cada gesto del restaurante. En la cocina no hay jerarquías rígidas: hay un equipo de siete personas que estudia, se escucha y mejora cada semana. “Leemos La hospitalidad irracional, de Will Guidara”, cuenta Javier, refiriéndose al legendario restaurador del Eleven Madison Park. “Nos gusta pensar que el servicio no es un protocolo, es un acto humano”.
Valentina traduce con serenidad: “Tratamos de que todos sean el presidente, o la persona más importante que te imagines. Todos merecen esa atención. Que se sientan en casa, pero sorprendidos”. Esa mezcla de calidez y asombro ha llamado la atención de nombres reconocidos, como Antonio Moreno de Casa Las Cujas, quien llegó de incógnito, comió en silencio y terminó volviendo con su familia. “Nos dio alegría”, confiesa Javier. “Porque cuando llega alguien así y se emociona, sabes que estás en el camino correcto”.
La historia de Wamani también es una historia de familia. En la cocina se escucha música, los garzones ríen, y la madre de los hermanos llega a lavar platos los fines de semana fuertes. Todo brilla. “Mi mamá me enseñó a ser limpio, riguroso”, dice Javier. “La cocina tiene que estar impecable. Es respeto”. Esa mezcla de orden y pasión, de servicio y entrega, es parte del ADN de los Ortiz. “Mi papá siempre decía: primero págale al trabajador, aunque tú te quedes sin plata. Si el equipo está bien, todo fluye”.
Hoy, con un año y medio de vida, Wamani es una joya inesperada en el mapa gastronómico de la Quinta Región: un restaurante de autor en pleno valle agrícola, donde los platos nacen del territorio y la memoria emotiva de los ingredientes.
Ese credo invisible se nota en el aire del restaurante. No hay estrés, hay propósito. No hay marketing, hay magnetismo. “Creo mucho en la sincronicidad”, confiesa Javier al despedirse. “Las cosas llegan cuando estás preparado para recibirlas. Este lugar nos eligió tanto como nosotros a él”. Tal como cuando el crítico británico Tim Anderson de Manchester’s Finest tuvo la oportunidad de degustar la cocina de Javier en el año 2019, consignando para siempre su reveladora experiencia en aquel reputado travel blog del noroeste de Inglaterra.
Miro el jardín que crece libre, las mesas de madera que un vecino construyó a mano, el servicio que fluye con naturalidad. Pienso que Wamani no es solo un restaurante, sino una forma de manifestación: un espacio donde la materia se vuelve conciencia y la cocina se convierte en lenguaje del alma, como aquel Osobuco braseado en dos tiempos, cocinado con paciencia ritual y que se entrega al plato con una delicadeza cercana y hogareña; una carne que se deshace entre notas de hongos de La Palma y el cremoso de mote, mientras el Parmigiano Reggiano aporta una luz dorada y salina. Es un bocado que huele a campo y a domingo, que abraza y reconcilia. En su calidez hay memoria, añoranza y cobijo: el sabor de lo que permanece. Wamani es un ritual, un recordatorio de que cocinar también puede ser una forma de soñar despierto.
Wamani
- Ariztía 1070, La Palma, Quillota, V Región
- Teléfono: +56981328747
- Horarios: jueves 18:30 a 23:30 / viernes y sábados 12:30 a 23:30 / domingos 12:30 a 17:00
- Instagram (@wamani_restaurante)












