En la mesa contemporánea, la palabra “natural” suena como sinónimo de saludable, inocuo y auténtico. Mientras tanto, “artificial” se percibe como lo opuesto: sospechoso, industrial, cargado de aditivos. Sin embargo, si nos detenemos a observar con rigor y algo de provocación, nos damos cuenta de que la cocina —toda cocina— es artificial.
La ciencia se rige por definiciones, y “natural” significa aquello que ocurre sin intervención humana. Una lechuga en el campo puede ser natural, pero basta con que alguien la lave, la corte o la aliñe para que deje de serlo. En ese instante entra en juego la acción del cocinero, y la cocina pasa a ser una construcción humana. En cambio, “artificial”, según el Oxford English Dictionary (1425), lo describe como: hecho por habilidad humana, muchas veces como imitación o mejora de lo natural. Es más: “artificial” comparte raíz con “arte”. Durante siglos, era un halago describir así las obras de grandes creadores. ¿Por qué entonces en gastronomía seguimos temiendo a esta palabra?
La cocina no es un fenómeno espontáneo de la naturaleza: es una práctica cultural y técnica. Richard Wrangham (2009) mostró cómo el acto de cocinar moldeó nuestra evolución biológica. Massimo Montanari (2006) subraya que cocinar es cultura, porque transforma lo natural en comestible, sabroso y compartido. Y Paul Rozin (2005) analizó cómo la gente suele asociar lo natural con “lo bueno”, ignorando que la manipulación humana no convierte a un alimento en dañino, sino en disfrutable.
El problema radica en la demonización moderna de lo “artificial”. Escuchamos “artificial” y pensamos en ultraprocesados, tóxicos o sustitutos baratos. Pero la palabra nunca significó “nocivo”. Más bien apunta al ingenio humano que interviene, adapta y transforma. Es cierto que debemos distinguir entre lo artificial y lo sintético: lo primero es la obra humana aplicada a ingredientes naturales o industriales; lo segundo, como explica Hervé This en su propuesta de cocina nota a nota, consiste en elaborar platos con moléculas puras, como el benzaldehído o la amilopectina. La cocina cotidiana, la que ocurre en hogares, restaurantes y hoteles, es casi siempre artificial, pero rara vez sintética.
En la práctica gastronómica, trabajamos con ingredientes de origen natural y con productos elaborados en la industria: desde una fruta fresca hasta un estabilizante para helados. En ambos casos, la mano del cocinero decide cómo transformarlos. Y aquí conviene recordar que la percepción del consumidor no siempre coincide con la realidad. Siegrist y Sütterlin (2017) demostraron que lo que más influye en la aceptación de un alimento no es su seguridad científica, sino la percepción de su “naturalidad”. De ahí el reto: reconciliar la definición científica con la percepción cultural.
¿Cocina natural? No existe por definición. Toda cocina requiere intervención humana. ¿Cocina artificial? Sin duda. Pero si entendemos el término en su sentido histórico y etimológico, ser artificial no es una condena, sino un reconocimiento de la creatividad y el arte aplicados a la alimentación.
La provocación es simple: más que huir de la palabra artificial, deberíamos resignificarla. Cocinar es un acto profundamente humano, donde se cruzan la técnica, la cultura y la ciencia. Es artificial porque no ocurre sin nosotros, y eso no la hace menos valiosa, sino más fascinante. Lo que realmente importa no es si el plato es “natural” o “artificial”, sino si está diseñado con conciencia, conocimiento y respeto.