Desde hace un buen rato que el sistema político chileno viene padeciendo un deterioro evidente a ojos de la ciudadanía, que entre otros factores, se ha traducido en una precarización del proceso legislativo, con resultados adversos que están teniendo un alto costo para el país.
Aquí se han generado dos fenómenos muy nocivos en un contexto de enorme polarización de las fuerzas políticas. Por una parte, nos estamos acostumbrando a tener una sobre regulación, donde toda norma o convención social se traduce prácticamente en un proyecto de ley, cuando hay cuestiones que se podrían resolver simplemente si es que se cumplieran las normas que ya nos rigen.
Esta sobreabundancia legislativa se traduce en una mayor demora en los procesos de tramitación legislativa, con proyectos que requieren urgencia, pero que demoran más del tiempo razonable, porque hay un cuello de botella en el Congreso para revisar tanta iniciativa legal que se ingresa y que anda dando vuelta. La situación deriva en una falta de eficiencia del trabajo legislativo, ya que existe un exceso de labor parlamentaria, en las comisiones y en la sala de ambas cámaras para revisar tanta propuesta que se acumula en la sede del legislativo.
Como si eso no fuese suficiente, se suman proyecto ley que atentan contra la lógica y el sentido común, pero que igual se presentan y deben ser tramitados, donde queda en evidencia que no existe una lógica racional en su elaboración y en los objetivos que se busca alcanzar al someter un proyecto al escrutinio del Congreso.
Hay casos absurdos como el que se está dando en un proyecto de ley que involucra a la industria gastronómica. Se trata de la denominada Ley del Vaso de Agua, un proyecto que busca obligar a los establecimientos de venta de alimentos a ofrecer agua potable de forma gratuita a sus clientes. El problema de esta iniciativa es que pretende que los locales de comida siempre dispongan de una jarra de agua en las mesas para los clientes, independiente de si estos la solicitan o no. Es evidente que puesto en esos términos, habrá un gran derroche de agua, ya que, si una mesa no utiliza esa agua, se tendrá que botar, desperdiciando un elemento que es vital y escaso en la actualidad. No existe fundamento para que se apruebe la norma en esas condiciones.
Las leyes, cuando se elaboran, deben tener un sentido y un objetivo, ya sea para regular o prohibir una determinada acción, conducta o comportamiento que se pretende impulsar o inhibir. Sin embargo, las leyes también deben surgir del sentido común, que es el menos común de todos los sentidos. Porque, en este caso, si se quiere fomentar el consumo de agua en las personas, se debe hacer con criterio. Basta que una persona pida en el restaurante que quiere un vaso de agua y se le sirve, así se racionaliza el consumo de este líquido, pero si se obliga tener una jarra en cada mesa, se busca entregar un beneficio provocando un daño. Eso no tiene ningún sentido y es absurdo.
Algo similar ocurre con decisiones administrativas adoptadas por la autoridad, como es el fracasado intento del Servicio de Impuestos Internos de exigir al comercio que imprima boleta o factura a todo evento, la pida o no el cliente como respaldo. Afortunadamente la entidad pública terminó asumiendo el retroceso que significaba esa medida.
Es fundamental que se recupere la sensatez en los procesos de toma de decisiones, ya sea en el Poder Ejecutivo, el Legislativo o Judicial si es que de verdad hay interés por impulsar la economía, el empleo y el desarrollo social.