Mayo de 2022. Son las siete de la mañana en Porto de Galinhas, llegué de noche y no he visto más que las instalaciones de un resort con aires polinésicos. Por fuera, el termómetro anuncia 25 grados Celsius y el calor matutino empapa todo lo que sale del cuarto. Dos tazas de café, una crujiente tapioca con queijo y es hora de resolver la incógnita de dónde estoy inserto. Al salir dicen que no olvidemos las toallas, pero no son para futuros baños. En este balneario, ubicado al nordeste de Brasil, el sol confita los asientos de coloridos buggies y –si no las usas– te quemas en ellos.
A medida que el vehículo avanza por las primeras calles, las palmeras saludan alzándose de frentón al cielo. Pareciera que los coqueiros luchan por ver el mar que se esconde detrás de las verdosas matas, porque el terreno –a ratos de tierra, a ratos de pavimento– es plano y no permite observarlo a la distancia. Entremedio hay decenas de especies arbóreas que visten de sombra el municipio de Ipojuca y anteceden el borde costero. Hay guayabos y ombúes. También tapachos, guapinoles y cajueiros.
El lugareño que conduce se sabe de memoria las curvas, los chapuzones y las estaciones de radio. En el camino cuenta el origen del nombre de este balneario ubicado a unos 63 kilómetros de Recife, en el estado de Pernambuco. Su relato es triste. A mediados del siglo XIX los portugueses se burlaban de la ley y traficaban esclavos africanos para ponerlos de cabeza en los campos de cañas de azúcar. Para esconderlos, porque estaba prohibido su comercio, los devotos de la corona los ocultaban bajo cientos y cientos de gallinetas que luego eran cocinadas para las autoridades. “Hay gallinas nuevas en el puerto”, decían en clave.
A medida que el vehículo avanza por las primeras calles, las palmeras saludan alzándose de frentón al cielo. Pareciera que los coqueiros luchan por ver el mar que se esconde detrás de las verdosas matas
De pronto el camino se despeja y el buggy se estaciona al primer encuentro con el Atlántico, en una playa llamada Pontal de Cupé. En pocos segundos las brújulas internas se adaptan, los cocos llegan a las manos y es tiempo de bañarse. En los ojos queda un océano tranquilo, bajo y sin olas. Los pies se sienten tibios y el agua resta un poco el calor que ya supera los 30 grados. Todo advierte que los otoños son bien candentes en el llamado “caribe” brasileño.
Mucho más allá, a más de 7.000 kilómetros por el mismo paralelo, se encuentran las lejanas tierras de Angola. Sitio donde alguna vez zarparon los traficantes con los esclavos a bordo, pero en estos siglos eso no es más que una oscura historia. Todo parece ser seguro y hay sectores, como Praia do Muro Alto, donde un gran arrecife de coral limita una extensa piscina natural que vuelve el mar aún más ameno.
Al poco nadar ya tengo hambre. Por suerte, las playas del nordeste brasileño cuentan con decenas de comerciantes que exponen las ofertas de sus barracas, es decir, aquellos carritos donde cocinan diversos tipos de bocados que venden como petiscos.
Hay para todos los gustos, pero mi memoria salada se queda sólo con algunos: camarones, boquerones, bolinhos de bacalao y muchos tipos de queso. Mis favoritos son las agulhas. Un pequeño pescado con la boca alargada, que parece un mini pez espada, fritos de cola a cabeza. Los muerdos al medio, finiquito y repito. Podría seguir probando toda la oferta culinaria de estos parajes, pero hay que guardar espacio para conocer la mano del bar da praia que lleva el nombre de este sector.
Dentro de cualquier restaurante lo primero que ofrecen los garzones son caipirinhas. El trago emblema del gigante sudamericano, hecho en base a cachaça, lima, azúcar y hielo picado. Algunos locales prefieren este cóctel tipo granizado, a lo que llaman nevada. Cuidado con tomarlas tan rápido, que con el calor del Pernambuco cuesta emborracharse, pero “los cerebros” fácilmente se congelan.
De pronto el camino se despeja y el buggy se estaciona al primer encuentro con el Atlántico, en una playa llamada Pontal de Cupé. En pocos segundos las brújulas internas se adaptan, los cocos llegan a las manos y es tiempo de bañarse.
La capitana de este lugar es Sara Mattos, una paulista que pasó de la copería a liderar los fuegos. Para ella, lo más importante es “proporcionar memoria afectiva” a través de los platos que ofrece. Entre ellos los caldinhos que la gente bebe calientes incluso en los meses más ardientes del verano. Los hay de mejillones, camarones, pescado y feijâos. Todos ellos vienen en pequeños vasos al lado de aceitunas, pan frito, ajíes y huevos de codornices.
En esta ocasión –donde la Agencia Brasileña de Promoción Internacional de Turismo (Embratur) celebra el encuentro de periodistas de Chile y Paraguay– Mattos deleita con una cioba. Un pescado de cinco kilos, con las escamas medias rojas, que después de 45 minutos al horno es flambeado con plátano, queso coalho y chips de papa dulce. Dorado, llega a la mesa adornado con flores, pirão, mandioca, legumbre y farina. Una delicia que refleja cómo los y las cocineras de esta zona dominan los frutos del mar.
Bien lo sabe la chef Jessica da França, a quien conozco días después en los cuarteles del Caldinho do Nenen. Un restaurante ubicado en la costanera céntrica de Porto de Galinhas, donde buscan aprovechar los productos que llegan cuando sube la marea. Su especialidad es el barco do porto, una montaña de pescados, cangrejos, gambas y calamares. Antes de atacarlo me fijo en un simpático caballero, que con un balde entre sus piernas está abriendo ostras a cuchillo. Me invita a probar algunas, no sin antes aliñarlas con limón, aceite de oliva, pimienta y comino. Muito rico, obrigado.
LOS SELLOS DE LA COSTA Y EL INTERIOR
A bordo del catamarán que surca las aguas de Praia Dos Carneiros, en el municipio de Tamandaré, no faltan las pinhas coladas, las caipirinhas, ni las caipiroskas. Algunos pasajeros se atreven a probarlas mezcladas con frutos bien exóticos como la cajá-manga o manzana de oro, que tiñe de un naranjo bien fosforescentes sus mezclas. A punta de sorbos, poco a poco los pasajeros se acercan a una blanca capilla ubicada en el estuario del río Formoso –la Capela de São Benedito– pero antes hay que hacer dos paradas, ambientadas con la melodía de un chico que canta la Morena Tropicana y otros himnos del são-bentense Alceu Valença.
La primera parada es un banco de arena y la segunda una playa de arcilla, donde artesanas de la zona pintan los cuerpos de cientos de turistas que se bajan a diario. Una sustancia amarillenta, que me quito prontamente atraído por unas parrillas que humean el área. Ofrecen espetinhos: brochetas que activan de forma inmediata mis glándulas salivales y que me hacen olvidar por completo la famosa capilla del siglo XVII.
En esta ocasión –donde la Agencia Brasileña de Promoción Internacional de Turismo (Embratur) celebra el encuentro de periodistas de Chile y Paraguay– Mattos deleita con una cioba. Un pescado de cinco kilos, con las escamas medias rojas, que después de 45 minutos al horno es flambeado con plátano, queso coalho y chips de papa dulce.
Hay de nueve tipos: vacuno, frango, queijo, coração, camarão, salsichão, bacon con huevos, pollo envuelto en tocino y caftas. Estas últimas son una especie de albóndigas libanesas, hechas con carne, hierbas y especias. Para ser sincero, no sabía que necesitaba de anticuchos en el mar hasta este encuentro. Un requisito que sabría cumplir al día siguiente, nadando frente a los bares marinos de Maragogi en el vecino estado de Alagoas. Porque la comida, en este extremo del nordeste brasilero, se sirve dentro y fuera de azul profundo. La principal diferencia con el interior de este extremo, al cual parto después de un atardecer de ensueño en el Pontal de Maracaípe.
Y es que pasa que dentro, específicamente en el eje de Petrolina y Juazeiro, el clima es semiárido. No hay mar, pero sí un río que baña la zona y le da el nombre al Valle de San Francisco. Uno de los principales polos de exportación de frutas de Brasil, que atrae la atención de los turistas por su producción de vinos, espumantes y brandis. Brebajes que admito probar un poco reticente, pero luego de un par de copas me permiten dormir una de mis mejores siestas de los últimos tiempos.
Los cambios culinarios se perciben a tenedor y cuchillo, en uno de los restaurantes más destacados de la zona: Flor de Mandacarú, el proyecto que Jucilene Melo dió vida en 2005, para poder mantener a sus tres hijos. Aquí la chef cocina principalmente cabras, ovejas y cerdos de campo, intentando aprovechar al máximo la materia, en preparaciones –llenas de interiores y despuntes– como la buchada, el sarapatel y los torreznos.
Su carta también mantiene una antiquísima receta, que nació cuando el territorio nordestino todavía no contaba con electricidad y en las casas no existía la refrigeración: la carne-de-sol. Una posta que dejan salando durante tres días para preservarla, y que luego sellan en una chapa, sirviéndola con queso, farofa y vinagreta.
Puro sabor autóctono que retrata su propia geografía y progreso. Y es que por esta parte del Pernambuco los catamaranes se han convertido en carretas, los bares de playa tienen forma de boródromos y los buggies son caballos que se montan a pelo. De igual forma, el talento en torno a la cocina es transversal en el León del Norte. Eso está claro. Y anda a ponerles música… que todos y todas tienen ritmo.