“Entiendo que hay proyectos de este tipo que hacen lo que le gusta al cliente. Y es verdad, hay que hacer lo que le gusta al cliente. Pero, para mí, principalmente, creo que tenemos que hacer lo que nos guste a nosotros. O sea, yo no voy a hacer nada que no nos guste a nosotros”, sentencia afable Braulio Tapia, el motor de Panba, una panadería y bollería poco tradicional –por no decir excepcional– en el histórico Barrio Puerto de Valparaíso.
A pasos de la Plaza Sotomayor, en calle Serrano, Panba se ha convertido en seis meses en destino obligado de transeúntes porteños y turistas por igual, cautivando y sorprendiendo con creaciones que en muchas ocasiones plantean relecturas de clásicos de la bollería francesa y europea.
SIN GLÚTEN NO HAY PARAÍSO
Con una oferta siempre cambiante, el local de propuesta minimalista con gigantescos ventanales –son cinco metros veinte de altura los que le albergan– se deja bañar por la luz natural en la sala de ventas cada mañana, como si los mismos cielos dirigieran la mirada hacia las delicias en exhibición. “Nuestros productos pueden funcionar también como una propuesta estética, en el sentido de que, mientras más puro el lugar, mientras más desnudas estén las paredes, mientras más simple sea el mobiliario, más destaca la vitrina”, explica Braulio.
Una vitrina cuyos productos rápidamente van siendo dados de baja por los expectantes clientes que hacen fila para degustar ya sea, el crocante Pan suizo relleno de tocino y bechamel; la suculenta Danesa de prieta y queso azul; el intenso Pan de ají y queso cabra o el suntuoso Cruffin de turno (ya sea de manzana chai, zapallo chai, café irlandés, curd de limón u otra versión disponible).
“A diferencia de otras nuevas panaderías, no vendemos pan tradicional. No es que no nos guste el pan tradicional, pero no lo hacemos así. Y eso pasa también porque el equipo está formado principalmente más que por panaderos por cocineros con interés en panadería. Es interesante aprovechar ese conocimiento que ellos traen y que también es como propio mío, esa curiosidad por la gastronomía”.
“Nuestros productos pueden funcionar también como una propuesta estética, en el sentido de que, mientras más puro el lugar, mientras más desnudas estén las paredes, mientras más simple sea el mobiliario, más destaca la vitrina”, explica Braulio.
Completamente de formación autodidacta, para Braulio su interés por la cocina surgió en el seno familiar y se manifestó en la realidad al comenzar por cuenta propia a buscar caminos para materializar sus obsesiones. “Doy talleres para que la gente aprenda a hacer pan. Hoy en día, incluso, hay una escuela de panadería en Santiago. Pero eso en el 2015 o 2016 no existía. Son las ganas de hacer algo y un poco el obsesionarse con eso también”, sentencia. A la luz de sus palabras, el cartel que estampa la frase “Sin glúten no hay paraíso” en el fondo del local, cobra luces de manifiesto.
UN LIENZO EN EL PALADAR
“Una amiga que hizo una pasantía con nosotros y vino de España, escribió algo súper lindo sobre su experiencia acá. Dijo que nuestros productos eran como un lienzo en el que jugábamos a ir plasmando todas nuestras ideas. Por ejemplo, una danesa para mí es solamente una masa, pero cambia mucho, evidentemente, si agrego un producto salado o dulce. Jugamos harto con eso”, explica.
Braulio, junto a su socia en Panba, Ángela Ortega, van siguiendo el flujo con una mente despierta y atenta. “Jugamos con lo que vamos encontrando, lo que Ángela compra en la feria. De repente tenemos amigos que tienen huerta y me dicen ‘oye, pucha, mira, me sobraron, no sé, dos cajas de manzanas…te las vendo a un buen precio’. Entonces ahí tenemos manzanas y vemos qué hacemos con ellas. Hay muchos factores que van influyendo en las decisiones”.
Decisiones que son todas de un equipo conformado por siete personas en total y entre las cuales se cuenta el jefe de panadería Joaquín Espinoza –con quien trabaja desde hace seis años en distintos proyectos– o María José Vega –chef de Caperucita y el Lobo–, con la cual lleva trabajando desde el año 2020. “Como en cualquier empresa hay personas que tienen una función, pero a la hora de decidir todos probamos y todos opinamos. Constantemente estamos haciendo pruebas y cuando sentimos que algo no nos deja satisfechos a la mayoría, no sale”.
LA PANADERÍA IMITA LA EVOLUCIÓN
En ese constante devenir la sorpresa pasa a ser un ingrediente clave. Comensales que una semana tuvieron la fortuna de degustar un Cruffin de café irlandés, a la semana siguiente pueden encontrarle con un relleno diferente. “Podríamos repetirnos, pero no queremos hacerlo”, ríe Braulio. “La idea es tener una variedad de sabores y es interesante eso porque uno va manteniendo la creatividad en forma constante. Hay lugares que hacen lo mismo durante…siempre. Otros cambian su carta por temporada, como unas cuatro veces al año. Nosotros vamos cambiando semana a semana”.
“A diferencia de otras nuevas panaderías, no vendemos pan tradicional. No es que no nos guste el pan tradicional, pero no lo hacemos así. Y eso pasa también porque el equipo está formado principalmente más que por panaderos por cocineros con interés en panadería”, detalla el experto.
Todo sin presión ni ponerse etiquetas predefinidas, con solo la curiosidad como norte, y con los pies en la tierra. Sin jugar, dice Braulio, a la usual pretensión de convertirse en una panadería francesa. “Evidentemente, toda la bollería o productos laminados tienen una carga europea súper fuerte. Tenemos una cantidad de público europeo también interesante que habita en Valparaíso. Cuando acá ven un producto piensan que es la versión clásica y, después, cuando se dan cuenta de que no lo es, quedan súper sorprendidos”.
Eso es precisamente lo que busca Panba. “Y si podemos sorprender a todo el mundo, es mucho más entretenido. Hemos hecho los Kouign Amman, que son súper típicos del norte de Francia y los hemos hecho tal cual porque son muy poco comunes”. Por aquella razón el Pan suizo –tradicionalmente relleno de pastelera con chocolate– y que puede encontrarse en algunos lugares de Viña del Mar, recibe su respectiva deconstrucción al rellenarse de tocino y bechamel.
“¿Lo queremos hacer así? No. ¿Tenemos que hacerlo dulce? No. Podemos hacerlo salado. Y también es genial poder trabajar con productos que son también porteños y de muy buena calidad como Sethmacher, que tiene una fábrica de cecinas súper antigua, artesanal, y que tienen muy buenos productos. Ocupamos su tocino y las prietas. Es entretenido poder darles la vuelta a las cosas y no calzarse. O sea, si a las dos semanas queremos hacer otra cosa distinta, lo hacemos. O, si queremos dejar de hacerlo, lo dejamos de hacer”.
Hay clientes que pueden desconcertarse con esta alma mercurial. “¡Es que no alcancé a probarlo! ¡Es que cambian muy rápido! –pueden llegar a decir– entonces, sí, puede ser fome para algunas personas que quieren que las cosas sean más estables. Pero también es muy entretenido para muchas personas, otros clientes, que nos dicen: ‘Oh, qué rico, porque la semana pasada probé esto, y ahora estoy probando esto otro’. Desde esa perspectiva, siento que uno nunca puede dejar satisfecho al cien por ciento a un cliente. Pero sí podemos quedar satisfechos nosotros con esa experimentación constante”.
Ansias de experimentación que no deben bajo ningún motivo confundirse con intransigencia. De hecho, la variabilidad constante tiene también puntos de apoyo que se deben al público cautivo. “Tampoco somos tan malditos en el sentido así, como de que la gente pide y pide algo y nosotros decimos ‘no, no lo vamos a hacer’”, bromea Braulio, impostando la voz. “Hay productos estables. Como, por ejemplo, el brownie, o la galleta de choco-chips, o el Pan de ají (su versión, o mejor dicho, subversión del Pan de chocolate) que volvió. En un momento dejamos de hacerlo, pero fue tanta la insistencia que lo seguimos haciendo. Las galletas no podemos dejar de hacerlas porque sí o sí nos reclaman”.
“Evidentemente, toda la bollería o productos laminados tienen una carga europea súper fuerte. Tenemos una cantidad de público europeo también interesante que habita en Valparaíso. Cuando acá ven un producto piensan que es la versión clásica y, después, cuando se dan cuenta de que no lo es, quedan súper sorprendidos”, explica el socio.
El brownie es un cuento aparte, una categoría superlativa en sí misma, y Braulio está consciente. “Yo creo que es una de las recetas que más nos caracterizan por lo diferente que puede ser con respecto a otros brownies. Tiempo atrás todos los brownies eran queques de chocolate. Hoy en día uno encuentra buenos brownies; con texturas húmedas, con esa sensación de que se derrite, como tiene que ser un brownie. Pero creo que el de nosotros igual tiene algo más. Y eso fue producto de una prueba intensa de muchas recetas, de modificar y probar materias primas y lo logramos. Hay un trabajo grande detrás y funcionó con la gente. Es súper rico. Es muy rico”, ríe, sabiendo de lo que habla.
SOY PAN, SOY PAZ, SOY MÁS
La ubicación de Panba no es antojadiza. Podría fácilmente haberse emplazado en Cerro Alegre o Concepción, pero eso también sería correr por el camino más transitado –en todo sentido–. “No nos interesa ser una panadería para los turistas. Nos interesa aportar a la ciudad, al porteño. Me interesa que los vecinos compren pan para el día a día. Me interesa que la gente que trabaja acá en este sector, al final del día, compre algunas cositas para llevar a su casa; para llevar de regalo a la oficina, a las reuniones”.
Por lo mismo, los precios de sus productos son accesibles –la mayoría promedia los $2.500– y, de ningún modo, los números podrían llegar a limitar su acción ni su ímpetu. “Estamos ubicados en el Barrio Puerto en Valparaíso, queremos aportar con calidad y ocupamos súper buena materia prima, tenemos muy buenos proveedores. Si miramos todo con números siento que es complicado porque te limita. Por ejemplo, ahora que estamos haciendo la Tarta vasca, que es básicamente solo queso crema, decidir no hacerla porque saldría muy cara no es una opción. Tenemos que hacer más y si funciona se vende más, ¡y listo!”.