En diciembre del año 1997, el Antropólogo Claude Levi Strauss desde un ensayo escrito en el libro Todos somos caníbales, hace uso magistral de una analogía entre la masa y temperatura crítica – conceptos que gracias a la industria se habían familiarizado- con las sociedades humanas y sus también puntos críticos. En ambos casos existen los llamados umbrales. Puntos referenciales inmediatamente previos al tránsito en que, en la masa en el primer caso, se manifiestan propiedades que permanecían ocultas en situaciones normales y que sólo se mostraban cuando se cruzaban los umbrales. En nuestro caso, esas propiedades ocultas se exponen cuando nuestra existencia se ve perturbada. Revelaciones súbitas de propiedades latentes que pueden corresponder a vestigios de un estado antiguo que se creían desaparecidos o factores vigentes invisibles que permanecen ocultos en lo más profundo de las estructuras sociales o ambas.
Al finalizar los años ochenta en el Perú transitamos ese umbral. Cuando el terrorismo, la hiperinflación y la pandemia política permanente llevó a muchos analistas sugerir la inviabilidad de nuestra nación, lo que obligó a muchos peruanos a emigrar y que el último apagase la luz. Un contexto en el cual el destino Perú no era recomendado para ningún turista extranjero más que para reporteros de guerra.
Una vez recuperadas las riendas de la economía y la paz, desde esos vestigios de un estado antiguo surgió la necesidad de afirmarnos como nación, de reconocernos como parte de un todo histórico y reconstruirnos desde retazos compartidos, desde esa polca que todos cantamos, desde ese paisaje de almanaque que todos reconocemos y desde ese sabor adictivo, ácido y picante con aires de vereda y de mar; que nos hace segregar saliva. Sí, la cocina además de emocionarnos nos cohesionó. Desde ella nos reconocimos desde las diferencias, nos entendimos mejor y hasta nos perdonamos. Pero fue gracias al turismo y la apertura al mundo y los visitantes extranjeros, que perdimos la vergüenza tan latinoamericana de no ofrecer lo nuestro por el complejo de no sentirnos a la altura de sofisticados paladares. Cuando las cocinas de las casas y de vereda fueron aceptadas y celebradas por el otro, ocurrió una revolución que tuve la suerte de transitar. La cocina peruana le debe al turismo esa validación y certeza de que el gran boom gastronómico no consistió en inventar una nueva cocina, sino develar la que siempre estuvo en nuestros espacios privados y quizá lo único nuevo fue la manera de mirarla. El turismo gracias a la cocina encontró un extraordinario aliado para movilizar grandes flujos de visitantes, organizar los recorridos y darle sentido al relato desde el lenguaje universal de sabores invencibles.
El turismo y la cocina en este nuevo umbral serán decisivos para la reactivación de los territorios si es que nuestras políticas públicas las ven más allá del turismo y la cocina, y las asumen como una oportunidad de generar tramos cortos, seguros, que funcionen y signifiquen, pero sobre todo que se pongan al servicio del territorio y no al revés. El turismo gastronómico está en condiciones de vincularse a las agendas inmediatas del territorio. Formalización de emprendedores familiares, de las cocineras de vereda, inclusión de jóvenes, mujeres, pequeños agricultores y pescadores artesanales; colonización de espacios con vocación turística, dotándolos de señalética, seguridad y mejor hornato. Con mucha empatía y sentido de urgencia para recuperar los empleos y los ingresos y de nuevo recuperar el espíritu del desplazamiento que siempre estuvo latente en nuestras familias, que saldrán a viajar resueltamente reconociendo su país comiéndoselo.