La inteligencia artificial corrige textos, escribe emails, traduce documentos, analiza tablas de contabilidad y genera imágenes al estilo Studio Ghibli. También ha llegado al mundo del café, incluso al del café de especialidad, ese que se supone cuidadosamente cultivado, tostado y preparado con devoción ritualista. Por supuesto, los modelos de lenguaje –por robarle la sobredimensionada noción de inteligencia a los mismos- pueden asistir en monitoreo de residuos, análisis de flujo e incluso seguimiento de curvas en tueste. Creación de perfiles mediante algoritmos que conjugan características químicas con patrones de comportamiento históricos o asistentes digitales que sugieren recetas y máquinas automatizadas como las de Café 2050 de Japón –y recientemente en Singapur también- que elaboran bebidas on tap asegurando precisión, como exploró la prestigiosa revista Standard en la nota que les hizo en su edición 37. Pero hay una pregunta que se vuelve inevitable: ¿cómo puede calibrarse una máquina de espreso sin sentidos humanos? ¿Cómo catar un café sin nariz, sin papilas gustativas, sin memoria emocional? Es evidente que caer en este desfiladero es equivalente con reducir la taza de café a la funcionalidad caricaturesca de la dosis de cafeína. Pero, parafraseando el título del cuento del escritor de ciencia ficción Philip K. Dick que inspiró la película Blade Runner –Do androids dream of electric sheep?- podemos preguntarnos si los androides sueñan o no con el olor a café eléctrico.
Si usted está leyendo esta columna, probablemente para usted el café va más allá y es una burbuja de aire en el mundo. El gancho comercial del café como un break o pausa es espejo de esto. El café se vive con el cuerpo entero. Incluso quienes se dedican a él como profesión —caficultores, productores, baristas, catadores, tostadores— saben que su trabajo se apoya en algo tan humano como el juicio sensorial, ese que se afina con la práctica, la sensibilidad y la atención plena. No hay modelo de lenguaje que reemplace el momento en que alguien detecta una nota umami, o una acidez fosfórica que dispara el sistema límbico. Porque, ¿dónde se siente el café cuando se siente? Como toda experiencia, es una construcción en nuestros cerebros, un holograma trazado en una intersección entre la memoria y la información conducida desde los receptores en nuestros sentidos por el enjambre nervioso hasta su centro último. Es algo irreplicable e intransferible. Algunos dicen que nuestros cerebros alucinan la realidad, con reverberancias a la idea hindú de que el dios Brahma sueña el universo mientras duerme, y este desaparece cuando él despierta. Algo que la mecánica cuántica no deja de poner en evidencia. Sí, los modelos de lenguaje son herramientas de eficiencia productiva, pero son solo eso.
La paradoja de la tecnología es que nunca puede hacer más que volver a redireccionar el valor a lo irreplicable. Sucede en el irrisorio intento de jugar a escuchar cómo sonaría John Lennon cantando Bohemian Rhapsody de Queen, o cómo se vería Close Encounters de Spielberg dirigida por Stanley Kubrick. En el momento íntimo en que alguien dice: este café está malditamente bueno, lo dice en un agujero en el tiempo más allá de la técnica y el Excel. Esa expresión de lo indecible es solo prueba de que la taza de café –como la música, el arte y la poesía- está más allá de los números, la lógica y el espejismo del futuro. Es presencia y es presente.