Perspectiva

Perspectiva

Sommelier de Té y Tea Blender certificada por Tea Institute Latinoamérica y El Club del Té.
Con instrucción en la Ceremonia Japonesa del Té, otorgada por MOA Chile.
Asesora para la marca Kombuchacha y miembro del Equipo de Colaboradores de Tea Institute Latinoamérica.

El té no sólo puede cerrar una comida, sino también acompañarla, paso a paso, dotándola de profundidad y nuevos matices sensoriales. Quién pueda comprender esta cualidad, enriquecerá significativamente su experiencia culinaria.

Una querida amiga del rubro del té me propuso visitar el restaurante santiaguino Yum Cha. Cuando mencionó la idea por primera vez, revisé rápidamente su sitio web y me sorprendió saber que se trataba de un lugar que utilizaba esta infusión como parte de la experiencia gastronómica que ofrecía. “¡Al fin!”, pensé. “Saldremos de la clásica escena de la caja repleta de sobrecitos de té ofrecida al final de un almuerzo o cena”. No tengo nada en contra de dicha práctica, pero en este mismo espacio he comentado antes cuán limitada queda esta infusión cuando no se la hace conversar con la comida, mirándola como un mero acompañamiento intercambiable por cualquier otro tipo de bebida.

El entusiasmo alcanzó a otras dos compañeras de este verdadero “apostolado del té” que ha cautivado a algunos de nosotros, y fue así que organizamos un pequeño grupo. Llegamos con mucha expectativa a este restaurante ubicado en Providencia, queriendo absorber al máximo aquella experiencia y con la mente abierta para dejarnos sorprender.

Lo primero que llamó mi atención fue el atractivo letrero minimalista, fijo en la entrada de un pequeño antejardín. Un chef salió a recibirnos y nos condujo hacia el interior del recinto. La bella casa nos dio la bienvenida con calidez, en medio de la fría noche otoñal. Su interior estaba lleno de detalles evocadores de otras tierras y épocas, a modo de antesala del viaje culinario que nos esperaba. Con los ojos bien abiertos, contemplé cada rincón intentando descifrar en cada objeto decorativo el alma de aquel lugar.

Esa noche degustamos un menú de 10 tiempos, en el que cada preparación fue acompañada por un té específico. Cada uno de ellos fue preparado en “gaiwan”, una pieza de menaje de origen chino cuyo uso data de la dinastía Ming y que consiste en un pequeño cuenco con tapa donde se infusiona el té. Desde mi perspectiva de estudiosa de esta infusión quedé muy satisfecha al comprobar que, entre el servicio de cada plato, los chefs explicaban con precisión no sólo la comida que probaríamos, sino también qué te había sido elegido para complementarla y por qué.

No entraré en detalles sobre el menú porque creo que este constituye toda una sorpresa que cada comensal debe apreciar como tal, pero sí mencionaré que me pareció que cada maridaje era un acto de valentía e innovación. Después de todo, no es tarea sencilla definir un compañero ideal para los caracoles Trumulco o para un bocado de choritos maltones y kimchi. Por otra parte, todavía recuerdo la impresión que me llevé al descubrir que un té verde aromatizado con jazmín podía combinar tan bien con un postre de peras y tofu.

En materia de maridaje de tés no hay reglas absolutas sino premisas generales. Y esto es así porque cada uno de los seis tipos de té (blanco, verde, amarillo, oolong, negro y dark tea) tiene a su vez cientos de estilos, que dependen de factores como la variedad y cultivar de la planta utilizados, el origen geográfico y los métodos de procesamiento aplicados. Se trata, por tanto, de una actividad plenamente empírica y dinámica. Así las cosas, para lograr una combinación exitosa se requiere de un acto de profunda reflexión sobre el perfil organoléptico del té y la composición del plato, de forma tal que exista coherencia entre ambos.

Sabemos que un maridaje puede triunfar por contraste o semejanza y pienso que ambos criterios estuvieron presentes en el diseño de la experiencia de aquella noche. Tuve

mis preferidos y mis menos favoritos, por supuesto. Pero eso es precisamente lo fabuloso del ejercicio: que el comensal pueda enfocarse plenamente en la experiencia sensorial y analizar con atención lo que ve, lo que huele, lo que toca, lo que saborea. Así logra estar realmente presente en el acto de comer, y vuelve a experimentar la sorpresa que el descubrimiento del mundo nos trajo durante la niñez. En esa dinámica, deja de ser un ente pasivo y se transforma en un colaborador del servicio: atento, reflexivo, dialogante. Y es que descubrir que un té sabe distinto antes y después de un bocado, o percibir cómo sus notas modifican la comida y viceversa, es un verdadero ejercicio de meditación en movimiento.

Claramente, esta columna no pretende ser una crítica gastronómica. ¿Qué pretende, entonces? Busca ser una invitación a la curiosidad, a la exploración, a la sorpresa. Sólo así recobraremos la perspectiva que los afanes cotidianos adormecen y percibiremos la profundidad del espacio y la tridimensionalidad de los objetos. Porque en algo tan aparentemente sencillo como el ejercicio de maridaje, la mente se centra en el ahora y los sentidos están atentos a los aromas, texturas y sabores. Entonces recordamos la riqueza de las cosas simples, y comprendemos que los alimentos que nos son conocidos pueden reinventarse ante nuestros ojos para demostrarnos toda su versatilidad. Y, desde ahí, podemos incluso extrapolar el mensaje a la vida misma, para continuar dejándonos sorprender a cada paso, siempre de la mano de la bendita perspectiva… y del té, por supuesto.