Sin duda alguna las capitales gastronómicas alrededor del mundo poseen a su vez versiones de una cocina de calle muy bien estructurada, producto de un desarrollo y valoración histórica de su cultura y patrimonio alimentario. Es cosa de mirar a Asia o en la región a Mexicanos y Peruanos para conocer la potencia y poder de sus sabores desde las calles y avenidas, además precisamente en Latinoamérica somos grandes consumidores de esta arista olvidada de la gastronomía, y es que la cocina de calle es una radiografía de la sociedad y su constante evolución y nos da a conocer a través de ella la importancia cultural que revisten los alimentos propios de un lugar y las formas tradicionales en que esos alimentos se transforman por medio de las técnicas culinarias.
En Chile la comida callejera tiene más de una acepción territorial, de norte a sur los formatos cambian, mucho más que las cartas de los restaurantes, pues la valoración del producto que responde al entorno es clave para su construcción, también los formatos cambian en virtud de las características comunitarias, así en la ciudad se da en forma de composiciones o platos y se deja influenciar por las tendencias, en ella reconocemos preparaciones tradicionales, como otras producto de las influencias (sopaipillas, completos, choripanes, sanguches de potito o de carnes braseadas, otros con garnituras frías, ave mayo, pimentón, empanadas de pino, pircas, chaparritas, anticuchos, y hasta “sushi”, entre tantos otros internacionales) en la orbe los puntos están demarcados por lugares de alta afluencia de público, como en avenidas, paseos peatonales, terminales, estadios y otros sectores próximos a la bohemia, a lo largo de todo el país la actividad es una obligado de consumo y existen verdaderos estandartes en la categoría.
En el campo la situación es bastante distinta, en las distintas localidades, o a orilla de camino lo que predomina son formatos más genéricos, por lo general aquellos derivados de la panadería y pastelería tradicional, sin embargo también se ofrecen los productos tradicionales de cada territorio como ítem único, sometidos a procesos de cocción tradicional, así podemos encontrar diversos formatos apegados a la tradición, que saben a humo, a ceniza y a manufactura artesanal (tortillas de rescoldo, pan amasado, empanadas, sopaipillas y sus diferencias por zona geográfica, charqui, quesos de cabra o de vaca, camarones de rio, mote cocido de trigo o motemei, nalcas con sal y merken, setas estacionales, digüeñes y changles, catutos, piñones cocidos, pesca seca, choritos ahumados, mote con huesillos entre un sinfín de formatos), claro la demanda asociada a la ruralidad es muy distinta, y eso se expresa en el producto ofertado en las diferentes regiones de nuestro país, apegados a la identidad y al tradicionalismo.
La historia nos cuenta que la cocina de calle ha ido cambiando y ha pasado de ser netamente tradicional, (marcada por el uso de producto local y de temporada, así como por la técnicas tradicionales según la región), a una más diversa, influenciada e incluso a veces fusionada por las tendencias y por la nueva forma de comer, hoy justamente el fenómeno en algunas ciudades se ve más enriquecido por el alto porcentaje de inmigración y culturas que han llegado para quedarse en nuestro país, sin embargo ya sea en el campo o en la ciudad hay un denominador común que rodea a esta categoría culinaria y ese es, el olvido de las autoridades, traducida en la falta de regulación y en el desprecio que supone atender en la calle o en los caminos, lo que se resumen en la ausencia de valoración y por ende de institucionalización de esta forma histórica de cocinar, que nos representa, que es sabrosa y que va más allá de los tabúes higiénicos. La cocina callejera que ha forjado tradición y confianza desde sus cultores icónicos (que ya ustedes reconocen desde sus localidades en carritos y otras estructuras precarias), por años nos ha alegrado el corazón con sus sabores, que son en sí mismo el recuerdo emocional que asociamos a ciertos formatos gastronómicos, que evolucionan del tradicionalismo y rinden tributo a la estacionalidad, que ponen en valor el producto local y chileno en diversos territorios campesinos y que desde las ciudades familiarizan la cocina criolla y sus vicios de evaluación o mistura con otras culturas, es esta categoría tan nuestra la que pide a gritos ser escuchada hace décadas y que sigue ahí, indocumentada, anónima, silente y con miedo al perjuicio, a la política pública que la persigue, pero que no la regula, que no reconoce su valor emocional y patrimonial, que no se hace cargo de ella, cual hijo ilegítimo de nuestra gastronomía chilena, esa que tanto respeta al extranjero, pero que poco se cuida a sí misma.