Llego a El Salvador con expectativas y cargada de prejuicios, alertada por toda la expectación que despierta el pequeño país centroamericano, desde la llegada al poder de su presidente, Nayib Bukele. La recuperación del estado en materia de seguridad, ha permitido que una serie de atributos de valor, hasta ahora desconocidos, salgan a la luz.
La ciudad se me presenta como un bombardeo de sorpresas. Contrasta su periferia rural, en situación de mayor precariedad, con la cuidada y bien mantenida infraestructura de carreteras que conectan al país, así como la obra nueva de edificios en la zona financiera. El estado de conservación de ciertos edificios coloniales, de techos altos y llamativos colores, está bastante presente, y empiezan a ser usufructuados por proyectos culturales y gastronómicos interesantes como es el caso de la Cafetería Palacio, dentro de un antiguo palacio municipal de la ciudad, que ofrece una cuidada oferta de cafés de especialidad y métodos de origen local, así como bollería y desayunos con giros modernos pero que se recrean en la tradición.
Ese ímpetu de usar la gastronomía como herramienta de desarrollo, en esta nueva etapa del país, abierta otra vez al turismo y al mundo, lo veo nítido en el café de especialidad, ausente durante tantos años del lenguaje salvadoreño y del que poco o nada se sabía fuera de las fronteras. Existe un interesante boom de cafeterías que y Verónica, de Tayua, son buen referente. Él es un arquitecto guatemalteco y ella cocinera salvadoreña, que encontraron en la caficultura un nuevo lenguaje para construir país. Trabajan con productores de micro lotes, los que tuestan, preparan y venden en su cafetería bistró. Pruebo un Pacas de aroma cítrico, cremoso y dulce balanceado. Un lujo. Son diversos los esfuerzos que el país lleva haciendo durante años para la promoción del café en el país, el más destacado de ellos la taza de excelencia.
En cuanto al desarrollo de restaurantes, a las expresiones culinarias del país, constato una suerte de mágica autenticidad tradicional, vívida en los mercados y en los caminos rurales, ahítos de matronas cocinando, puestos de tortillas, sopas, guisos. El Mercado Nocturno de Nahuizalco es un espectáculo.
Es cierto, eso sí, que muchos de estos establecimientos permanecen en un estado antiguo, sin grandes servicios, y que a veces confunden tradición con precariedad. Es importante, si se quiere apostar por el desarrollo de la gastronomía como valor turístico, revisar y dignificar las expresiones cotidianas de la cocina, sin que confundamos pobreza con tradición.
Entre todo lo que pruebo y conozco, un proyecto me cautiva por su compromiso y sensatez. El Xolo, de Alex Herrera y Gracia María Navarro. Son tan insultantemente jóvenes, que sorprende la claridad con la que lideran su restaurante y lo mucho que se implican con los procesos culturales y la transformación del país desde los fogones, sobre todo promoviendo la ruralidad. Su trabajo marca el camino de que lo esperamos, sea el despertar de las cocinas del país. Gira en torno a la identidad de la Milpa y el maíz; de la articulación con pequeños productores alrededor del restaurante. Sobresaliente los postres, en el que hay un uso reflexivo de los emblemas de la despensa del país: cacao, café, piña y flores. Interesante también las tortillas de maíz capulín y negrito, aireadas, suaves y tersas, tan bien hechas que emocionan. Es una cocina de precisión, sin aspaviento, con mucho sabor. Bastan un par de ellas con cochinita, chorizo criollo o güisquil (papa sidra) para confirmar que su lugar de líderes centroamericanos es un reconocimiento más que merecido. Están en condiciones de aspirar a más.