El café de especialidad, ese que durante años se asoció a baristas concentrados, balanzas de precisión y tazas servidas con solemnidad, hoy se desliza hacia un terreno inesperado: la cápsula y el listo para beber. La llamada cuarta ola parece moverse con fuerza hacia lo automatizado, donde la promesa de calidad convive con la búsqueda de conveniencia. Es el mundo de Chat GPT, de respuestas a un click, de lo fácil. Y, sin embargo, ese tránsito no está exento de tensiones.
El ritual de verter agua lentamente en un V60, observar la floración del café y sentir cómo los aromas se liberan, contrasta con el gesto utilitario de introducir una cápsula y apretar un botón. El primero reclama tiempo, atención y disposición a perder la prisa; el segundo responde a la velocidad de la vida contemporánea, donde incluso el café de especialidad se vuelve un producto más en el engranaje de la eficiencia. No es casual que las cápsulas de origen único y los ready-to-drink (RTD) con perfiles de cata detallados crezcan de manera sostenida: se trata de ofrecer la experiencia del “specialty” sin la exigencia del rito.
Pero esa simplificación no convence a todos. Persiste la desconfianza hacia la cápsula como símbolo de consumo desechable, de homogeneización del sabor y de la pérdida de control sobre la preparación. ¿Hasta qué punto un café puede seguir llamándose especial cuando su principal atractivo es la facilidad? Aquí es donde los microlotes aparecen como contrapeso y refugio. Son oasis dentro del panorama automatizado: pequeñas partidas con identidad, trazabilidad y carácter irrepetible que resisten la masificación, además de difíciles de producir a gran escala.
El horizonte del café parece bifurcarse. De un lado, la democratización a través de cápsulas y envases listos para beber, que abren la puerta a más consumidores pero con riesgo de diluir la esencia. Del otro, los microlotes, convertidos en una nueva élite, donde la rareza y la experimentación sostienen el relato de lo único. Quizá la cuarta ola no sea una línea recta, sino un río con corrientes distintas: conveniencia y exclusividad, utilidad y ritual, velocidad y contemplación. El desafío será encontrar en ese flujo un punto de equilibrio que no sacrifique la emoción que alguna vez nos llevó a detenernos frente a una taza y preguntarnos de dónde venía, quién lo cultivó y qué historia contenía ese café.
Esa diferencia puede compararse con la música: preparar un café de especialidad con métodos de filtrado lento se asemeja a escuchar un vinilo concebido como una experiencia total, con arte visual, textura y un sonido que envuelve. En cambio, beber un café encapsulado o embotellado es como reproducir la misma obra en streaming, digitalizada, comprimida y sin la portada tangible que alguna vez expandía los sentidos. Intente comprobar si la experiencia es la misma con discos como Aja de Steely Dan o Wish you were here de Pink Floyd. Conozco gente que incluso solamente opta por ver la música en vivo y nada más, o encontrar aquel álbum que adoran solo en cinta (a pesar de que pocas copias se fabricaron en forma masiva en la edad de oro del Reel); pero hay otros que son tan fanáticos, que poseen copias del mismo álbum en todos los formatos posibles, abrazando todas las opciones entendiendo sus diferencias. La puerta queda abierta al consumidor, como siempre. Pero como decía Steve Jobs: “Muchas veces, la gente no sabe lo que quiere hasta que se lo muestras.”