La ejecución a la hora de hablar de gastronomía parece siempre estar por encima de todo. El constante perfeccionamiento de las técnicas y la evolución de los formatos que se emplatan en las vajillas son los que al final del día catalogan a un restaurante por encima de otros. Contemplar la calidad que hoy se pregona es aceptar o no muchos matices; es soportar muchas mentiras.
La calidad de un producto y la excelencia de un servicio son conceptos invisibles que abarcan muchas categorías. Por ello, la honestidad en el desarrollo de estos debe ser consecuente con lo que se comunica. Al final de la jornada, lo que se entrega en un servicio, en gran medida, es inmaterial; lo tangible, por su parte, está a la vista de todos. Es el compendio de lo anterior resumido en la puesta en marcha que da origen al plato, es evidencia, es placer, son texturas y sabor, es el indicador de éxito de los establecimientos culinarios, es la expectativa hecha realidad. Sobre ello caerán las críticas futuras para bien o para mal.
Sin embargo, los productos y las técnicas asociadas a estas máximas inmateriales no lo son todo. Prueba de ello es nuestro país, que, pese a tener todo lo tangible en demasía (la despensa culinaria), no ha llegado nunca a ocupar el sitial que merece en la vitrina gastronómica mundial. A pesar de tener excelentes ejecutantes, cocineros/as técnicos y tradicionales, los territorios y la diversidad cultural. ¿Qué nos ha faltado? A mi modo de ver, justamente lo contrario a la ejecución, el desarrollo del “no hacer” aplicado a la gastronomía, el ejercicio de pensar por encima de ejecutar, la tarea de reflexionar antes de vender, de conceptualizar antes de cocinar. Todas tareas tan necesarias para el éxito de una experiencia que busca cocinarse de buena manera. Desde mi punto de vista, esta carencia, en gran medida, es responsabilidad de la academia y de cómo esta puede encaminar los procesos formativos de los educandos. Chile necesita cocineros pensantes.
Por décadas, las carreras de gastronomía han estado volcadas a perfeccionar la ejecución mediante las distintas soluciones curriculares, según lo que requieren las empresas y lo que señalan las conclusiones nacidas de las “mesas de expertos”. La instancia donde se juntan actores del mercado gastronómico y señalan qué es lo que detentan sus comercios. En esta dinámica es que la oferta educativa trata de traducir sus objetivos con asignaturas que den solución a las necesidades de nuestro mercado. Sin embargo, en un país donde la oferta en un gran porcentaje es mediocre, los resultados de ese acomodamiento generan soluciones mediocres. Es por lo mismo que la metodología debiese entenderse al revés y, en virtud de la investigación y no del mercado, se deberían construir las claves de cómo construimos la educación.
La realidad es que hoy solo aquellos que han sabido profundizar en su educación, un número residual de profesionales que tienen acceso a una mejor formación, pueden pensar en modelos de negocio más sostenibles. Con el desarrollo de relatos más profundos y con sentido atractivo, muchos de ellos, aun sin entregar grandes preparaciones, se desmarcan por concepto y logran un “éxito de nicho” superior, al menos en utilidades, a los convencionales (seguro hay contadas excepciones). Mientras la gran masa de estudiantes recala en el mercado del volumen, alimenta las propuestas foráneas y otras de moda, otros pasan a formar parte del gran porcentaje que decide salir del mercado y probar otra opción por diversos motivos asociados a la calidad de vida y a la incertidumbre que nos regala un rubro tan poco protegido como el nuestro.
Creo que el desafío principal de las escuelas de cocina es generar currículos que justamente inspiren en el estudiante el pensamiento crítico y que, desde las metodologías educacionales constructivistas aplicadas a la práctica, los alumnos desarrollen el arte de pensar de una manera tan o más profunda que el arte de ejecutar. Es necesario evidenciar que los procesos formativos construidos por las grandes culinarias se sustentan en un fundamento de estudio previo profundo que los ha llevado a evolucionar desde el respeto y entendimiento de las particularidades de la historia de cada uno de ellos. Desde la investigación de sus territorios, desde el cuidado del patrimonio, desde la apropiación de la identidad, la protección de sus recursos, la importancia de la estacionalidad y la fundación de una academia sólida y pertinente, robusta y con el presupuesto necesario para trabajar en los aspectos de estudio precedentes. Formar máquinas no es lo que requiere el mercado gastronómico actual; ya no es un valor agregado. El contexto moderno requiere de valores y de cultores consecuentes, éticos y con visión para construir identidad. Requiere agentes de cambio y gastrónomos que desarrollen una gastronomía chilena suficientemente sólida para distinguirse y medirse con cualquier otra.
La difusión y estructuración de los relatos que giran en torno a nuestra tradición y que en los salones no se cuentan deben concebirse como una obligación. El manejo de la información teórica ligada al producto y su fundamento, al productor y al paisaje donde se cocina, debe ser dominado por los vendedores. El patrimonio y contexto culinario histórico deben ser conocidos por los cocineros. La realidad a veces nos enfrenta a trabajadores del volumen, operadores de maquinarias más que a cocineros. Es necesario volver a pensar y a repensar lo que gira en torno a la ejecución, pero es fundamental hacerse cargo de lo que está antes de cocinar como verbo. Es urgente poder generar ese marco teórico y literario que acompaña a la experiencia y que este además sea aprendido y aprehendido por aquellos protagonistas del servicio en sus distintos cuartos. Que el restaurante sea un embajador del territorio es el comienzo para que Chile logre ser embajador de la gastronomía. ¡Se Puede!