¿Se ha preguntado usted cómo pueden sostenerse determinadas prácticas agrícolas y negocios incrustados en entornos rurales, si además de las barreras comerciales, enfrentan otras muchas trabas legales, fiscales, sanitarias, burocráticas y tecnológicas?
Los responsables de estos negocios, tanto agricultores, emprendedores turísticos, mareros, cocineros, restauranteros han apostado decididamente por contribuir no solo a la preservación del patrimonio alimentario y cultural de los pueblos, sino también a crear desarrollo y evitar el despoblamiento de estos territorios y, sin embargo, no reciben ninguna ventaja por su aporte, muy por el contrario, soportan pesadas barreras en forma de normativas y estructuras rezagadas en el tiempo, anacrónicas a la realidad y al momento que nos toca vivir.
Tienen, además, serias dificultades para poder trabajar. La normativa turística exige, por ejemplo, baño independiente para recibir turistas. Muchos de los polos del turismo rural, no cuentan con alcantarillado, agua potable, con lo cual, los permisos de obra son escasos, inexistentes, costosos, prácticamente imposibles. La autoridad sanitaria, además, para efecto de servicios alimentarios, exige las mismas reglas que para un restaurante urbano: cerámica, pisos lavables, extracciones de aire, prohibición de servir en madera, en barro, en hoja. Las ferias gastronómicas sufren multas por cocinas tradicionales en vivo, porque el fogón no se permite, porque la cayana no cumple, porque moler mote en piedra no tiene código sanitario, porque usan sal de Cáhuil con Denominación de Origen, pero como no es yodada, no tiene autorización de venta alimentaria.
La lógica del kilómetro cero, que en los entornos rurales siempre fue ley desde antes de que la denomináramos así, está cuestionada y amenazada de muerte. Lo mismo le da a la ley si eres pequeño productor que si exportador, y, así las cosas, las estrictas regulaciones fiscales y sanitarias, la escasez de salas de proceso, hace tremendamente difícil encadenar la actividad gastronómica. Un restaurante, un cocinero, un hotel, por mucho que quiera, no puede adquirir materias primas excelsas producidas al lado de su establecimiento. Ni los productores ni los cocineros quieren trabajar en la sombra de la ilegalidad, tampoco facturar en negro, pero los obstáculos son tantos, que, en O’Higgins, a veces, es más fácil encontrar Angus argentino que cordero del secano.
El patrimonio alimentario de los pueblos está en una encrucijada, tanto como la vida en el medio rural. El turismo y la gastronomía, como herramienta innovadora e inteligente, nos puede ayudar.
Eso es lo que discutiremos en la segunda edición de ConBoca, el Congreso Internacional de Turismo Enogastronómico rural de Chile, a celebrarse el próximo 10 y 11 de mayo en el Centro Cultural de Lolol, pueblo mágico. Un evento para promover prácticas sostenibles que contribuyan a la conservación de la biodiversidad, que fomente el consumo de productos locales de temporada, que plantee las bases para la protección de las tradiciones culinarias como puente entre generaciones, que alce la voz por la defensa de la identidad cultural y que sea una fiesta para atraer a los turistas que buscan experiencias auténticas. Un congreso necesario, fundamental, porque defiende la enorme importancia que tiene el turismo gastronómico para lograr la resiliencia global de las zonas rurales, lo que posibilitará que los productores prosperen.