Chile, país sabroso

Chile, país sabroso

Periodista gastronómica y consultora en turismo gastronómico
Cambiando paradigmas desde Gastromujeres
Viajamos en Ruta de Los Abastos
Miembro de Mujeres en Turismo

En el mes de la cocina chilena una reflexión sobre autoestima e identidad.

Un amplio número de chilenos no conocen ni han probado nunca el chañar, el maqui, los puyes, el pajarete o los porotos pallares morados. A la hora de escoger restaurantes, no son los de productos chilenos la primera ni tercera opción, y siempre se decantan por algo que evoque a extranjero.

Ante el boom gastronómico el ciudadano de a pie parece no enterarse ni participar del fenómeno. Los locales de moda son más de tipo italiano, mexicano, peruano, mientras que los restaurante que le apuestan a la despensa local -con algunas excepciones-, les cuesta un poco más llegar a fin de mes.

Algo pasa cuando la prensa internacional se rinde ante la diversa despensa agroalimentaria del país, y el consumidor local vive de espaldas a ella. Los congresos internacionales fijan su atención en los cocineros chilenos cuyos discursos sobre identidad, diversidad, sostenibilidad y apoyo al campo y a la pesca artesanal desde un plato conmueven y estimulan, pero buena parte del cliente nacional no conecta con ellos.

Un amplio número de chilenos duda de su identidad, carece de autoestima alimentaria.

La autoestima se construye en edades tempranas y de ella depende en buena parte los procesos de desarrollo de las naciones. Educar en positivo y con orgullo es un deber que han de protagonizar los cocineros, los productores, los medios de comunicación, las instituciones, los padres y madres. Es determinante que una sociedad recupere su autoestima, valore y se sienta orgullosa de su cocina, porque no hay mayor manifestación cultural y democrática que un plato de comida. 

En esa pérdida de autoestima hay harto de ignorancia. No conocemos nuestro país, por eso dudamos de la identidad de la mesa chilena. El charquicán, la calapurca, la carbonada de loco, el cordero al palo, un bocado de dama, el ajiaco o el curanto, sin embargo, han hablado siempre de historia, geografía, estacionalidad y mestizaje. Que no lo sepamos, que no lo veamos es otra cosa.

Las cocinas de Chile, en plural y con mayúscula, trascienden el paso del tiempo y luchan contra el olvido, proyectando la biodiversidad de un territorio a través de productos y productores, técnicas de cocina, artesanías y modos de consumo, que no son otra cosa que un robusto y complejo imaginario nacional.

Como pocos gestos sociales, el comer relaciona a las personas con su historia de manera irrefutable. Entender el territorio y sus cultivos desde las ollas, es fundamental para fortalecer la identidad y salvaguardar la riqueza cultural chilena. No hay mayor gestor de diálogo social e intercultural que la cocina, que el alimento compartido.

Pero, ¿cómo hacer para que los chilenos reconecten con esa autoestima? ¿Cómo se puede recuperar el orgullo?

Partamos por construir narrativas emocionantes, bonitas, positivas en torno a nuestros paisajes, productos y habitantes, para que veamos con ojos nuevos nuestra sabrosa y biodiversa forma de ser. Esto significa incorporar siempre nuestra despensa, nuestro vino y nuestros piscos en los actos públicos con presencia del estado o gobiernos locales; también en los eventos privados y en las empresas,  en los catering, en los congresos de profesionales, en el material audiovisual del turismo. Y a nivel ciudadano, doméstico hemos de asumir compromisos con lo nuestro, reivindicado, dando una oportunidad a comprar y cocinar local en nuestras casas. También aceptando cómo somos y dejando de compararnos con idiosincrasias distintas. Porque no somos culturalmente Argentina, Colombia, ni España,  y es fantástico ser Chile, aunque eso signifique ser más conservadores, más estructurados, salir hasta más temprano y pasar los domingos en familia.

En segundo lugar, resulta urgente cambiar la legislación vinculada al hecho alimentario, porque es la única forma de dar viabilidad a las expresiones culinarias del país.  Asegurar la seguridad y soberanía alimentaria pasa  por el fortalecimiento del circuito por donde transita la cocina chilena, el que parte siempre en el campo y en el mar. No podemos seguir pagando seiscientos pesos por una maleta de cochayuyo, ni quedarnos tranquilos sabiendo que aún existe el Decreto Supremo 977, de 1996, del Ministerio de Salud, que impide comercializar sal de Cáhuil y Barrancas, ambas con Denominación de Origen, puesto que existe un artículo (438) que obliga a yodar la sal. Tampoco es admisible no poder elaborar quesos con leche cruda; tener que implementar cerámica en rucas para que las cocinerías mapuches cuenten con permiso sanitario o que la patente de restaurante no venga incluida con la patente alcoholes.

Si la cocina chilena importa de verdad, hay que demostrarlo. Ser y parecer.