Empezó el frio, se acerca el invierno y las primeras lluvias, lo que produce de forma automática un fenómeno, tan popular como curioso, que es la añoranza por comer sopaipillas. Entrar a un supermercado en día de lluvia y que lo primero que haya en la entrada sea zapallo, chancaca y harina habla de una tradición arraigada en Chile que es reconocida incluso por el comercio local.
En otras oportunidades hemos reflexionado acerca del origen de nuestras preparaciones, sorprendiéndonos por esa mezcla dinámica que da fruto a lo que hoy consideramos como propio. Constatamos la presencia indígena, la española, alemana, italiana y la de tantos otros pueblos que han ido dejando su huella a través de la cocina en estas tierras. Fueron los españoles, quienes trajeron estas masas a América, que a su vez las recibieron de los árabes. “Sopaipa”, así llaman los árabes a una masa frita, derivando en sopaipilla en Chile. Esta preparación, considerada parte importante de la oferta de comida callejera, tiene variaciones según los territorios. Así es como en el Norte nos sorprende por su tamaño, casi como un plato, en el centro, le agregan zapallo a la masa, en el sur solo harina y manteca y en algunos lugares, con papa. Todas son sopaipillas, todas hablan del lugar donde se preparan y todas generan esa nostalgia de espacio de calor. Clásico comerlas pasadas por chancaca, esa mezcla de melaza y azúcar de remolacha que, disuelta en agua con cáscara de naranja, clavo de olor y canela da lugar a una salsa oscura y deliciosa. Con pebre, con mostaza, las opciones son muchas, pero lo que más nos gusta es ver con orgullo que hoy se ofrecen en mesas de mantel largo como un excelente aperitivo para seguir contando a Chile.