Comer calzones rotos y tratar de entender su nombre, solo mirando esas frituras, es un imposible. Pocos saben que en tiempos de la Colonia, una señora era conocida por vender estas masas en la Plaza de Armas de Santiago. Para su desgracia, un día de viento se le levantó la falda, dejando en evidencia que sus calzones estaban rotos. A partir de entonces, sus fieles clientes la recomendaban diciendo: “cómprale a la señora de los calzones rotos”.
Objetivamente hablando, los calzones rotos no son un plato especialmente sofisticado ni con características que no encontraríamos similares en otros países que también recibieron influencia árabe a través de los colonizadores. Sin embargo, conectan con recuerdos familiares, con sensaciones gratas y nos permiten contar historias que unen, que promueven un sentido de pertenencia y comunidad. Y como todos comemos, todos tenemos historias relacionadas con la comida que atesoramos en la memoria.
La comida dice tanto más de las personas de lo que creemos. Nos habla de su cultura, sus costumbres, su historia, tradiciones, apela a las emociones y nos traslada a recuerdos y situaciones que son parte de nuestra identidad. Con consumidores cada vez más exigentes, que ya no comen solo por necesidad, los relatos vinculados a un producto o a una preparación, se hacen indispensables. Pueden marcar la diferencia y ser el preámbulo ya no de una comida, sino que de una auténtica experiencia, que habla de dónde venimos, de nuestros valores y que también le agrega un nuevo sabor a la comida.
Contemos historias, contemos Chile.