La cocina es fruto del ingenio de quienes con los ingredientes disponibles logran hacer mezclas apetitosas. Cuando hablamos de ingredientes disponibles nos cuesta imaginar que son pocos. Estamos habituados a poder acceder a una gran variedad de productos de distintas regiones e incluso de distintas temporadas en todo momento, pero la humanidad por siglos ha debido sortear los problemas de la escasez y el hambre, adaptarse a los ingredientes que la tierra y las condiciones ambientales le ofrecen, así como enfrentar el desafío de preservar y trasladar los alimentos sin la tecnología de empaques y refrigeración actual.
Así es como aparecen opciones y alternativas para envolver un relleno en una masa que facilite su transporte. Es una necesidad presente en todas partes y la forma de resolverlo ha sido tan variada como naciones existen. Una pequeña muestra puede ser la gyoza de Japón, la empanada gallega, salteñas de Bolivia, el fatayer de los árabes, la empanada argentina, el pirozhki de Rusia, las samosas en India, la spanakopita en Grecia, el calzone italiano, el börek en Turquía, los dumplings chinos y tantos otros adaptados a los productos y gustos de cada territorio.
La empanada chilena no es más que la versión local de esta solución ingeniosa y llena de sabor. Su relleno, el pino, que los mapuche llamaban pirru lleva carne, cebolla, pasas, huevo, aceituna y en ocasiones, ají, todo bien condimentado con comino, orégano y ají de color que disfrutamos durante todo el año y en especial durante las fiestas patrias. Existen versiones con otros rellenos e incluso fritas, pero la de pino al horno, es la más clásica.
Ir de paseo y ver los carteles de “Hay empanadas” en el camino son el preámbulo de una parada sabrosa, ni qué decir si junto al anuncio divisamos un horno de barro, puro sabor a Chile.